lunes, 19 de diciembre de 2016

Carta a mi hermano mayor

"¡Qué pesado! ¡Si me acaba de llamar", dije en voz alta, resoplando. 

-Dime.
-Gordis, es que me acabo de cruzar con una chica que olía igual que tú. Pero nadie es como tú.


Sí. Mi hermano mayor, en uno de esos ejercicios de evitar la soledad que tanto practicaba, me volvió a llamar media hora después de haber hablado conmigo simplemente para decirme algo bonito, mientras yo, para variar, gruñí antes de saberlo. Siempre me decía cosas amables (como cuando me corté el pelo por primera vez como un chico y me dijo: "para que a una mujer le quede bien el pelo corto tiene que ser muy guapa y tú eres la mujer más guapa que he visto en mi vida") y, para qué engañarnos, en casa siempre he tenido la fama -merecida- de ser "el enanito gruñón". Así que mi cara de "siempre igual, Clau" al colgar fue todo un clásico. 


Ésa fue la última vez que hablé con Richy, ya que nos dejó pocos días después.

Esta no es una carta abierta para daros una lección de vida. Es, sencillamente, un desahogo. Llamadme egoísta.


Mi hermano mayor era una buena persona. Una persona que, en algún momento de su vida, tomó cierto tipo de decisiones que lo marcaron hasta el final de sus días, pero (y lo digo bien orgullosa) nunca fue malo con nadie. Especialmente conmigo. Por lo menos, a sabiendas.
Mis dos estrellas: Papá y Richy

Mi memoria está llena de momentos inolvidables con él: me recuerdo siempre embelesada mirándolo. Era muy guapo, tenía muchísimo estilo y era extremadamente coqueto (herencia de nuestro abuelo materno, siempre impoluto). De pequeña me bañaba, me vestía, peinaba mi cabello dorado hacia un lado y me decía: "así, Gordis, como las chicas mayores"; juntos hacíamos playbacks de Luz Casal, Europe, Bon Jovi o Roxette y me aplaudía entre sonrisas infinitas; En la mesa siempre me senté a su lado, no había mejor compañero para compartir las patatas fritas; me animaba en todos y cada uno de mis partidos de baloncesto, me llevaba a merendar y siempre me hacía los mejores regalos (no por su valor material, sino por su valor sentimental); lloró cuando me acompañó a matricularme en la universidad, porque sabía que, desde que tengo uso de razón, mi vocación era la de ser periodista y, para él, que siempre presumió de hermana, supuso un logro personal; éramos compañeros de Trivial y de karaoke y sus cosquillas en el pelo siempre han sido mi mejor antídoto en los días malos. 

Era mi galán, mi mayor aliado. Y en mi última conversación telefónica con él protesté por su insistencia. 

¿Sabéis eso de "una no sabe lo que tiene hasta que lo pierde"? En mi caso, siempre he sido consciente de la suerte que tengo con quienes me rodean, pero es un dicho que encierra grandes verdades, porque, incluso sabiéndolo, cuando Richy se fue me sentí terriblemente triste y culpable. Por llamarle pesado y por otras miles de cosas. Detalles que, inexorablemente, ya no tenían (ni tienen) arreglo. 

No os voy a mentir: el sentimiento de culpabilidad siempre me acecha. Mi único consuelo es saber que, de la misma forma en la que yo recuerdo sólo lo bueno, quizás él (allá donde esté) haga lo mismo conmigo, porque nunca practicó el rencor y era quien mejor me conocía. Y yo lo quería mucho. Seguramente no tanto como él a mí, porque su capacidad de amar era mucho más grande que la mía o de la de cualquier persona que conozco, pero sí: lo quería muchísimo.

Y de saber que ahora mismo le estoy dedicando estas palabras, lloraría de emoción, como lloro yo al recordar sus caricias en el pelo y su voz alegre. Porque así era mi "Gordo": una muy buena persona a la que echo de menos cada día.


Ya son cuatro los años que hace que nos dejaste, pero tu sonrisa sigue aquí. 




Claudia de Bartolomé