Dicen que los niños son más de mamá y las niñas, de papá.
En mi caso (Mamá, no te ofendas), creo que se cumple. No me entendáis mal: adoro a mi madre y es una persona imprescindible para mí. Mamá es Mamá.
No sé a qué edad empezamos a tener recuerdos, lo que sé es que en los míos, y me refiero a los más remotos, siempre aparezco pegada a él.
Desde muy pequeña, nos aficionamos a pasear juntos. Paseos en los que, cogidos de la mano, compartíamos confidencias, secretos, nuestra forma de ver el mundo, a menudo intercambiando sorbitos en algún bar; él, tomándose un chato y yo, un mosto.
Vengo de una familia humilde; durante mi niñez, vivimos años en los que al dinero le costaba entrar en casa como consecuencia de varios negocios fallidos. Mi padre, maestro, y mi madre, una mujer hecha a sí misma que siempre ha sido una trabajadora incansable, no obstante, siempre se las arreglaron para que no faltase nunca de nada, especialmente besos y sonrisas. Y éso fue lo mejor que me ha pasado en la vida: crecer sabiendo que siempre he sido rica pese a no tener dinero.
Papá y la Nena. Años 80. |
A medida que fui creciendo, nuestra amistad se fue consolidando. Él se adaptaba como podía a mis cambios físicos: "lo malo de los niños es que crecen", decía. Y es que tenía pasión por los niños y las niñas y su afirmación denotaba la tristeza que sentía por el inexorable paso del tiempo, que nos hace crecer y dejar atrás esa inocencia. Yo, por mi parte, me adaptaba también a los cambios en la familia. Cambiamos Viveiro por Barcelona y pasó de ser maestro a ser conserje en una fábrica de la Zona Franca, hecho que, lejos de avergonzarlo, le hizo feliz. Entre otras cosas, porque lo suyo era vocacional y nunca dejó de ejercer su profesión. Y, además, contaba en su haber con muchos títulos: Ricardo, el hijo mayor de Bartolo, el listo de la clase, el amigo fiel, el de la discoteca, el de Padari, el de la academia, el de Commetsa.
En casa lo llamábamos "la enciclopedia"; no os engaño si os digo que es, con diferencia, una de las personas más inteligentes que han existido; sabía de todo, no había pregunta que le formulases que quedase sin responder y, cuando le decía, perpleja ante tanta sabiduría: "Papá, ¿cómo sabes tanto?", me confesaba que todos sus conocimientos estaban almacenados en un cartucho de ciencia infusa que unos extraterrestres le habían implantado en la cabeza. Porque así era él. Siempre irónico, siempre alegre.
Mi padre no conoció el rencor. Su capacidad de querer al prójimo, ver siempre el vaso medio lleno y de perdonar era infinita. No era excesivamente cariñoso; no era, ni muchísimo menos, una persona arisca, pero era más de dejarse querer. Por eso sus besos y sus caricias eran gloria bendita. Y de sus abrazos ya ni hablamos: otro nivel.
Ricardo. |
Hace unos años, me encontré con una buena amiga de mis padres en Viveiro. No la veía desde pequeña. Miró a mi madre y me hizo el piropo más bonito que me han dicho jamás: "Mary, abraza como Ricardo". Y es que los abrazos de Ricardo eran cálidos, sinceros, sentidos.
De sus manos, pequeñas, hermosas, con dedos de pianista, salían poemas, dibujos, ecuaciones, cartas y literatura. Podía leer libros en cuestión de horas, ver en bucle películas de vaqueros infinitas veces ("ésta no la vi", decía, cuando, en realidad, se la sabía se memoria) y relatar historias, reales y ficticias, que mantenían en vilo a todo el mundo, siempre con ganas de saber cómo acababan. Y, estaría mal no decirlo, hacía las mejores lentejas del universo.
Le gustaba lo sencillo, lo cotidiano y huía de los excesos y las hipocresías.
Comía como un pajarito y una de sus mayores aficiones era mirarme mientras yo acababa: "A la Nena sale más barato comprarle un traje que invitarla a comer" o "Comes a Dios por las patas" eran frases habituales en nuestra mesa, entre risas. "Te da igual un huevo frito que un centollo: ¡qué maravilla verte comer!". Eso sí: era imposible competir con él a la hora del postre; de hecho, siempre nos planteó que no entendía por qué el postre se tenía que comer al final. ¡Qué goloso fue siempre...!
Comía como un pajarito y una de sus mayores aficiones era mirarme mientras yo acababa: "A la Nena sale más barato comprarle un traje que invitarla a comer" o "Comes a Dios por las patas" eran frases habituales en nuestra mesa, entre risas. "Te da igual un huevo frito que un centollo: ¡qué maravilla verte comer!". Eso sí: era imposible competir con él a la hora del postre; de hecho, siempre nos planteó que no entendía por qué el postre se tenía que comer al final. ¡Qué goloso fue siempre...!
Ricardo como jugador del Viveiro C.F. |
Soy deportivista por herencia, por derecho y por convicción. El ídolo de mi padre fue siempre Luis Suárez (hablo del único futbolista español que ha ganado un Balón de Oro, coruñés, de Monte Alto. Exacto: Don Luis Suárez), por quien me confesó que llegó a ser del Barça, porque, mientras Suárez estaba en activo, mi padre era del equipo donde él jugase.
Volviendo al tema del Dépor, hace poco publicaban una carta de amor que escribí este mismo año en verinontour.com, web en la que colaboro como reportera, en la que explicaba mis sentimientos hacia el club y en la que empiezo narrando la primera vez que quise odiarlo: cuando perdimos la Liga (sí, el famoso penalti de Djukic). Y el porqué no es otro que las lágrimas de mi padre. Ahí supe (sí, con nueve años, poco antes de poner rumbo precisamente a Barcelona con mi familia) que no había nada más amargo que ver sufrir a mi padre, el hombre de mi vida, y supe, también, que mi amor por el Dépor era igual de infinito.
Nunca he llegado a ver un partido con mi padre en Riazor y es algo que tengo pendiente. Quizás en otra vida podamos cumplir ese sueño. Pero sí que hemos vivido nuestro deportivismo abiertamente en el exilio; cada fin de semana acudíamos a nuestro bar de cabecera en Sants, nuestro barrio de toda la vida ("¡ya están aquí los gallegos!") e, incluso, entre semana, en aquella época dorada en la que jugamos la Champions. A todo el mundo le llamaba la atención que yo siempre acompañase a mi padre para ver el fútbol; por alguna extraña razón, que lo hiciese mi hermano mayor era normal, pero que una niña viviese con tanta intensidad la pasión por un equipo que, además, estaba a miles de kilómetros, les resultaba curioso. Pero forma parte de ser deportivista: que no hay palabras para explicar dicho sentimiento.
Cuando el Dépor ganó la Liga, mi padre estaba muy enfermo. Los médicos nos habían dicho que le quedaban seis meses de vida. Un cáncer de pulmón decidió deteriorar e irme robando poco a poco a la persona a la que más he querido y querré. Pero su lucha lo llevó a ver antes de irse lo que la vida le había negado en el año 1994: vio al Dépor proclamarse campeón.
Una vez nos dijeron el diagnóstico de Papá, llegó su lucha (siempre acompañado por mi madre); sabía perfectamente que era una batalla perdida, pero él, amante de la vida, quiso plantarle cara a su cáncer de pulmón, alargar su tiempo en la Tierra. Seguramente lo hizo por nosotros, porque esos seis meses se acabaron convirtiendo en un año y medio. Acudía a sus citas de quimio con humor y siguió yendo a trabajar hasta que sus fuerzas se lo permitieron.
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Ricardo y Mary. |
Ese último verano, su buen amigo Colosía lo llevó a Lorbé a comer mejillones, un hecho que recordaría hasta el último momento. La quimioterapia también había mermado su sentido del gusto a la hora de comer, pero el simple hecho de haber ido con su amigo hizo que fuese una tarde a recordar allá a donde se iba y que aquellos fuesen, en efecto, los mejores mejillones que jamás había probado. Porque su equipaje iba cargado de vivencias; como las excursiones que solían hacer mi madre y él, su viaje a México, las paellas en Ribadeo con su amigo Gerino, nuestro primer viaje en metro o mi primera canasta.
El 9 de septiembre del año 2001 la vida se llevó un trozo de mi alma. Me despedí de mi amigo, de la persona que más ha creído en mí, de mi héroe particular. Me tuve que despedir, también, del sueño de ver a mis padres cogidos de la mano en su vejez, de mi padre viéndome entrar en la Universidad, leyendo mis artículos. De sus abrazos.
Pero sé que está conmigo. Si cierro los ojos, escucho su voz, su risa. Lo oigo cantarme "Muñequita linda de cabellos de oro, de dientes de perla, labios de rubí" en cada cumpleaños y siento que me acompaña. Porque siempre será mi gran amigo del alma y su lema siempre presidirá las vidas de quienes hemos tenido el inmenso honor de ser parte de él: "La vida es hermosa y nunca pasa nada".
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Papá y Richy. Años 70. |
Claudia de Bartolomé.
Patricia. La Nena.